lunes, 14 de septiembre de 2015




LA VÍCTIMA, Saul Bellow




Los antihéroes de Bellow siempre resultan algo entrañables.  Como judíos americanos, no puedes evitar mientras lo lees imaginar a un Woody Allen encarnado en personaje paranoico y lúcido a la vez, capaz de autosatirizarse en cada frase. Leventhal, el protagonista de "La Víctima" encarna una vez más este perfil excéntrico e inteligente, desencantado con la vida. Pero esta vez el lector recorre su espiral de miedo y paranoia al toparse con un "gentil" con el que se supone que esta en deuda por haberle hecho perder su empleo tres años atrás. Hasta aquí el argumento. El resto es un regodeo interminable en reflexiones sagaces y divertidas, descripciones de personajes secundarios con matices agudísimos, y en general una sensación fresca, de prosa que arrastra sola, sin recovecos. 

Hay dos de estas elocubraciones antológicas en esta obra que quisiera destacar como las más brillantes. Hablando del sueño y del aburrimiento, dice Leventhal que en todas las personas había algo contra estas dos tendencias. Y de ahí tira del hilo de su pensamiento con la disertación cómica del hombre como a la carrera con un huevo sobre la cuchara: 

"Estábamos todo el tiempo cuidándonos, guardando, almacenando, vigilando por un lado y por otro, y al mismo tiempo corriendo, corriendo desesperadamente, corriendo como si estuviéramos en una carrera con un huevo sobre la cuchara. "

Hasta aquí bien, retrato histriónico del absurdo de la vida acelerada, en lucha permanente contra el tedio. Pero Leventhal prosigue:

"Y a veces estamos hartos del huevo, incapaces de aguantar más, y en tales momentos preferiríamos pasarnos al demonio o a lo que llaman el poder de las tiniblas, antes de correr con la cuchara, vigilando el huevo, temiendo por el huevo."

Aquí el absurdo de nuestro paseo por la vida, "temiendo por el huevo" ya adopta tintes tragicocómicos. Y aún hay más: 

"El hombre es débil y frágil, necesita determinadas cantidades de todo: agua, aire, alimentos; no puede comer ramas y piedras; tiene que evitar que se le rompan los huesos y perder toda su grasa. Esto y aquello. Acumula azúcar y patatas, escobde dinero en el colchón, procura no herir sus propios sentimientos siempre que puede, y se esfuerza y toma precauciones. Todo esto se podía decir, en bien del huevo. ¿Morir, entonces, es echarlo todo a perder? ¿Pudrirse? Y el juicio final, ¿mirar el huevo a trasluz?

Vidas pequeñas, apresuradas, cuya rendición de cuentas, al final de las mismas, consiste solo en mirar al trasluz un contenido insignificante, ese huevo que hemos sostenido de acá para allá, como si nos fuera todo en ello.  El propio Leventhal le parece divertido y ridículo el planteamiento: 

"(...) rió en voz baja y se frotó la mejilla. También existía la situación contraria, jugar con el huevo, arrojándolo de unas manos a otras, amenazar al huevo."

La otra gran idea que aparece en el libro y que me parece de un acierto insólito es su reflexión sobre lo que mueve al ser humano: 

"Había que brillar. Eso era lo curioso. Todo el mundo quería ser lo que era hasta el límite." 

Desde los grandes éxitos hasta los delitos o los vicios, todo acaba siemdo el resultado de querer llevar hasta el límite lo que uno es. O lo que uno cree ser. Es posible que nos equivoquemos respecto nosotros mismos y todo y con eso acabemos llevando hasta al final esta equivocación, para bien o para mal. 

De este tamaño las suelta Bellow, como quien no quiere la cosa, interrumpiéndote la caracajada con estas dosis de clarividencia. Es representativa de este stilo suyo la historia que Bellow contó en una entrevista:

" A un hombre sabio le hacen la siguiente pregunta: '¿Cuál es la diferencia entre la ignorancia y la indiferencia?' y el hombre sabio responde: 'No sé y no me importa'". 

Mejor no se puede explicar. De este tipo de sabiduria van sus libros, de las bodas entre el ingenio y la mordacidad, entre la desilusión y el vitalismo. 

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