viernes, 29 de junio de 2018


                                                       



Jonas, Hans: El principio de responsabilidad. Barcelona, Herder, 1995.



Hans Jonas, de familia y confesión judías, se yergue en esta obra como una de las voces más críticas del enaltecimiento de la técnica partiendo de la idea de la vulnerabilidad de la naturaleza. La publicación de El principio de responsabilidad
coinciden en tiempo y en espacio con el desarrollo de la preocupación bioética. Discípulo de Heidegger en sus años de juventud en Freiburg, es en la etapa final de su vida que se dedica a extraer las consecuencias morales de su obra anterior y para ello considera imprescindible llevar a cabo una revisión de la idea de naturaleza. 
Por eso arranca ya el primer capítulo exponiendo qué hace inadecuadas las éticas formuladas precedentes. El haber tomado la condición humana como algo fijo, estático, no modificable, ha hecho que se haya creído poder determinar el concepto del Bien, y que la acción, y, por tanto, la responsabilidad, se hayan visto limitadas. Su tesis parte de la idea de que la modificación de la naturaleza de las acciones humanas exige un cambio de planteamiento ético, sobre todo desde que la magnitud de estas acciones y su efecto sobre la naturaleza han puesto de manifiesto su vulnerabilidad. Hasta ahora, el trato del hombre con lo que le rodeaba no tenía relevancia ética, entre otras cosas porque las intervenciones del hombre en su entorno eran más bien superficiales, incapaces de causar daño permanente. Además, estas éticas precedentes tenían que ver con el AQUí y el AHORA, sin que incluyeran en su planteamiento ningún cuestionamiento respecto al futuro. El avance tecnológico, dice Jonas, ha creado una supremacía tal del homo faber respecto lo que vendría a ser la constitución íntima del homo sapiens, que se hace necesario reformular el imperativo categórico kantiano sabiéndole añadir la dimensión temporal: “obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana en la tierra.” Con el añadido que el objeto de esta técnica no sólo tiene como objeto la naturaleza, sino al hombre mismo, como se ve en los ejemplos que da sobre los avances científicos que pueden o podrían permitir modificaciones en la conducta, el control sobre la mortalidad, o la manipulación genética
El planteamiento inicial es por tanto que debe haber una nueva ética que sea capaz de recuperar la idea de lo sagrado sin necesidad de religión, y que sea capaz de desprenderse del antropocentrismo habitual en las éticas occidentales helénico-judeo-cristianas. A mayor poder de acción del hombre, mayor necesidad de una ética renovada que lo regule. Pero ¿hasta qué punto consigue una formulación completa de las implicaciones específicas de esta ética? Para el lector que busque una praxis más desarrollada de los planteamientos teóricos, El principio de responsabilidad tendrá un componente más analítico y sobre todo más centrado en desmontar los grandes enemigos de la responsabilidad, como puedan ser las utopías, que en construir un corpusde responsabilidades específicas que esta nueva ética parece exigir.
Eso no significa que deje de entrar en cuestiones más metodológicas, y así lo hace en el segundo capítulo, dando pie a una de los temas más polémicos de su obra. Porque para abordar una nueva ética se hace necesario plantear sus fundamentos – los principios de la moral- y las perspectivas, lo que se vendría a llamar ética aplicada, de la que es uno de sus mayores representantes. En cuanto al primer aspecto, parte de la idea de que sea más fácil el conocimiento del mal que del bien. Y eso le lleva a justificar el miedo como punto de partida posible para el sentido de responsabilidad. Lo llama heurística del miedo”, y tiene que ver con el hecho de que tenga mucho más sentido dar crédito a las profecías catastrofistas que a las optimistas, si se tiene en cuenta los resultados imparables que genera la aceleración de la evolución tecnológicaEl hecho de que “solamente sabemos qué está en juego cuandosabemos que está en juego” implica que puede ser demasiado tarde y que por lo tanto sacar partido del miedo como motivación quizás no sea tan mala idea, al fin y al cabo, si sirve para contrarrestar de algún modo los efectos del ataque a esta naturaleza que ahora se sabe vulnerable a la acción humana. Él mismo admite, no obstante, que el temor goce de un cierto descrédito a nivel psicológico y moral, pero que ésa no debería ser razón para no hacer uso de esta emoción para revertir lo que pude llegar a ser irrevertible. Ahora bien, ¿es necesario llevarlo al extremo de considerar este temor como parte de la responsabilidad? ¿Hasta qué punto el ser humano precisa inevitablemente de esta motivación para pasar a la acción? Dependiendo de la posición que uno adopte respecto a lo que considere la inclinación natural del hombre se sentirá más o menos cómodo con esta aproximación al uso del miedo. Y no hay que olvidar que el mismo autor la llama heurística del miedo, con lo que puede estar dando a entender que tampoco considera que sea un método que garantice una solución óptima o perfecta, pero sí suficiente para los objetivos inmediatos. Al final, sin embargo, de una ética que recupera el miedo como su centro puede resonar el argumento cínico de Napoleón cuando decía: “un cura me ahorra diez policías.”
Otro aspecto que puede generar controversia es su rechazo a la idea de reciprocidad, a la dialéctica de derechos/deberes. Como su ética tiene que ver con lo que no-es-todavía, ¿hasta qué punto puede exigírsele reciprocidad al futuro? Sería absurdo, y hasta jocoso, dice Jonas, plantearlo en términos de “¿ha hecho el futuro alguna vez algo por mí? ¿Acaso respeta él mis derechos?”. Como no hay reciprocidad, el planteamiento no parte de que se sea responsable de los hombres futuros, si no de la IDEA de hombre. La gran cuestión ontológica pasa a ser ¿debe ser, el hombre? Es decir, ¿tiene que haber humanidad? Y a esta pregunta se la debe responder sin necesidad de recurrir a la religión, si no preguntándose por el estatus del “valor”. Resulta loable la voluntad de alejamiento del discurso teológico para conseguir que el lector laico no sienta que no se le interpela con la idea de responsabilidad. En una sociedad, la occidental, donde lo sagrado parece tener poca o ninguna vigencia, se hace urgente que se pueda mantener la categoría de lo “muy importante” para que mueva a la acción. Ahora bien, ¿hasta qué punto está el autor totalmente desprendido del discurso religioso? Su concepto del miedo expuesto anteriormente y el tono catastrofista que acompaña el desarrollo de su ética no deja de recordar en parte el arrebatamiento de los profetas de Israel. Aunque es cierto que su insistencia en el distanciamiento respecto lo teológico se hace patente una y otra vez al buscar la justificación a la responsabilidad en lo teleológico de la naturaleza misma.
Éste será el tema del tercer capítulo, donde Jonas parte de la idea de que para esta otorgación de valor hace falta conocer la finalidad del objeto del que se habla. Cuando se conoce su finalidad, podrá formularse un juicio de su adecuación al mismo, y éste sería precisamente su valor, muy relacionado por tanto con el Bien, la idoneidad a la finalidad. Jonas quiere demostrar que existe un fin inmanente en la naturaleza, porque lo que tiene fin, puede tener valor. Y para ello se vale de los símiles del Martillo, del Tribunal, del Caminar y del Órgano digestivo para ilustrar, desde diferentes ángulos, como finalmente puede existir una finalidad no intencionada que pueda conceder un valor intrínseco a la naturaleza que no necesite de legitimación religiosa. 
Y entonces ya es momento de entrar de lleno en el desarrollo del corpus teórico de su ética de la responsabilidad. No se puede abordar el tema de la responsabilidad sin tener en cuenta la libertad. ¿Y qué es la libertad si no el paso del deber al querer? Que, al margen de las propias inclinaciones, uno pueda atribuirle al objeto del que puede decir ·vale la pena” un valor en sí mismo que logre moldearle los afectos. Y es que, al modo de ver de Jonas, el lado emocional ha de entrar en juego porque la responsabilidad es también un SENTIMIENTO. La ética tendría por tanto una parte objetiva y otra subjetiva, la primera con su fundamento racional de la obligación, la segunda con su fundamento psicológico de capacidad para mover la voluntad. Kant, dice, ya intuyó este papel de las emociones en su ética, pero, para él, el sentimiento no era provocado por el objeto sino por la idea del deber. ¿Puede ser la razón fuente de afectos? Jonas lo cuestiona, pues, para él, el objeto es lo que genera el sentimiento, aunque ese sentimiento parta o se fundamente en el miedo. En el pasado la parte afectiva de la ética se había inspirado, sobre todo religiosamente, por un objeto de valor más alto, el “Bien Supremo”. Pero ahora Jonas pretende volver a contemplar las cosas, no SUB SPECIE AETERNITATIS, desde la perspectiva de la eternidad, sino SUB SPECIE TEMPORIS, desde la finitud que hace nacer una idea, un sentimiento de responsabilidad que confía en que el poder sea el mediador del paso del deber al querer, o viceversa. 
En este punto parece necesario aventurarse hacia cierto análisis sobre qué sistema político encara mejor la amenaza tecnológica, si el marxismo o el capitalismo. El punto de partida es el programa baconiano – poner el saber al servicio del dominio de la naturaleza y hacer del dominio de la naturaleza algo útil para el mejoramiento de la suerte del hombre- y Jonas sitúa al marxismo como a su supuesto ejecutor ideal, por lo que parece que a priori lo favorezca.De hecho, llega incluso a exponer abiertamente algunas de las ventajas de los totalitarismos respecto a lo que a la responsabilidad hacia el entorno se refiere. Plantea la posibilidad de existencia de una tiranía en que la cúpula dirigente fuera benevolente, conocedora de la realidad y animada por una correcta inteligencia. Pero estas son suposiciones muy elevadas. ¿No es este un flirteo con la utopía que más adelante se encargará de desmontar? Lo que parece querer decir el autor es que una tiranía de izquierdas que se preocupara por su entorno de verdad le parece más probable que llegara a conseguir los fines de preservación de la raza humana y de la naturaleza que lo que puede conseguir el sistema democrático-liberal-capitalista. Pero en seguida se empieza a ver su crítica a lo que considera uno de los componentes esenciales de esta aproximación, que es la presencia de la utopía. La utopía, dice, no deja de ser un mito. Y aunque tenga un valor psicológico indiscutible, el planteamiento es, ¿hace falta, el engaño de la utopía para que haya compromiso? ¿son necesarias las ficciones para que nazca en el ser humano el sentido de responsabilidad? Jonas dice que eso implicaría subestimar al hombre, pues cabe la posibilidad de que la cruda verdad también pueda “enardecer no solo a unos pocos, si no también a la mayoría.” Esperanzadora idea en tiempos oscuros, dice también. Y aquí, aunque esté siendo crítico con la ficción de la utopía, al decir que pueda no ser necesaria, ¿no estará también partiendo de una idea utópica del hombre, capaz de actuar sin necesidad de mitos?
No es este el único inconveniente que le encuentra a la utopía. Un factor más peligroso es la justificación de la violencia que la meta ideal puede llegar a permitir, como el marxismo y su aplicación en regímenes comunistas bien ha ejemplificado.
Por otro lado, si la utopía pretende ser una sociedad mejorada, una vez se han saboreado las delicias del estilo de vida consumista del capitalismo, ¿puede la utopía de la igualdad social tener el mismo poder de atracción? Difícilmente, arguye. Y está claro que el incremento de la prosperidad en el mundo para poder hablar de verdadera igualdad implicaría una serie de renuncias para los países desarrollados que pocos estarían dispuestos a llevar a cabo. Y aquí Jonas entra a debatir una cuestión que parece no estar muy a menudo planteada por la obviedad de la respuesta: el incuestionable progreso técnico y científico, ¿ha ido a la par con el progreso moral? Jonas considera la dedicación al saber como un bien moral en sí, por lo tanto, deduce que la ciencia debería afectar de forma moralmente positiva a quienes la practican y se extraña entonces que no siempre suceda así. Por otro lado, sobre los complejos resultados de la técnica del homo faber dice que algunos promueven la moralización de las gentes y que otros producen el efecto contrario, con lo que deja sin precisar cómo queda el balance. Puede ser muy cuestionable considerar la dedicación al saber como un bien moral en sí, de aquí que para el lector lo que al autor le pueda parecer sorprendente puede no serlo en absoluto. Parece evidente que ni la ciencia ni la técnica tengan que tener un efecto en la moral de los individuos, aunque su ejercicio comporte el desvelamiento de cuestiones que tendrán que ver con la moral. Pero la pregunta sobre si el progreso técnico y científico ha ido a la par con el progreso moral no necesariamente se responde planteando el papel que la ciencia o la técnica han tenido en el desarrollo de la misma, si no más bien analizando sin más si son avances que hayan sucedido en paralelo o a ritmos parecidos.
Lo que para el autor está claro es que el Estado como “institución moral” ha perdido vigencia. Desde Maquiavelo en la concepción moderna liberal ha ido siendo cada vez más dominante la tendencia a que el Estado se inmiscuya lo menos posible en la vida privada de los individuos y que por tanto no deba intervenir en lo moral. Pero el autor constata este hecho sin acabar de posicionarse en el grado que el Estado debería promover e incluso exigir el sentido de responsabilidad en sus ciudadanos.
Y desde aquí Jonas entra en la parte final de su discurso, que es desmontar pieza a pieza la utopía marxista, en especial de la versión del mismo que trazó Ernst Bloch en su obra El principio de esperanza, a la cual parece aludir de forma bastante clara el título de la obra que nos ocupa, El principio de responsabilidad. No sorprende que su crítica a la utopía marxista parta de su desacuerdo hacia el tono casi religioso que adopta desde sus inicios. Porque a pesar de sus antecedentes judíos, en toda su obra pretende demostrar que su ética de la responsabilidad no precisa de lo teológico para justificarse. De entrada, hay una creencia de base en el marxismo con la que está esencialmente en desacuerdo. Y es pensar que son las malas circunstancias las que han hecho del hombre lo que es, y que, una vez estas mejorenhabrá un nuevo hombre libre de los condicionantes que no le dejan ser lo bueno que en realidad es. Lo que en términos religiosos sería el paraíso sin pecado, pasa a ser para el marxismo la Revolución que dará paso al Reino de la Libertad y que dará comienzo a la verdadera historia humana con una sociedad sin clases. Esta creencia exige una “nueva fe” en la que una vez más se pone de manifiesto el carácter inmodesto de la utopía. 
Obsoleto resulta el análisis de las condiciones reales que imposibilitan además la realización de la utopía. Para el lector del siglo XXI, las condiciones de deterioro a las que alude el autor (el problema del hambre, de las materias primas, de la energía y del “efecto invernadero”) son muy inferiores a las cotas que han alcanzado en nuestros días, con lo que no se puede dejar de pensar que el enfoque catastrofista no era fruto de ningún delirio apocalíptico. Más substanciosa pasa a ser crítica final al paraíso del ocio presentado por Bloch. La aparentemente atractiva cotidianidad festiva de su sociedad sin clases se ve desmontada con un ataque a su superficialidad. Si, como pretendía Bloch , la afición favorita de cada individuo se convirtiera en su profesión, en lo que le ocupara buena parte de las horas del día, ¿sería realmente feliz una sociedad donde el esfuerzo no primara, y una especie de ligereza ociosa lo impregnara todo? Además, dice, sería el Estado quien tendría que financiar todo esto, y el interés vital que tendría en que la sociedad se mantuviera ocupada con sus hobbies acabaría legitimando un intervencionismo que llegaría a ser en detrimento de la libertad individual. Esto sin tener en cuenta lo que Jonas llama “pérdida de realidad” y de dignidad humanas que conllevaría el no trabajar. Y que una sociedad sin clases tampoco daría por solucionados tantos problemas que implican desde siempre las relaciones interhumanas. 
Para Jonas, no hay un hombre auténtico que esté por venir. El hombre auténtico ha estado ahí desde siempre, con sus ambigüedades, con su apertura al Bien y al Mal, el problematismo inherente a su ser. No hay que esperarlo en un futuro. Y concluye con la bella y esperanzadora creencia de que quizás si pueda ser que este hombre aprenda a respetar y a estremecerse, curiosamente haciendo del estremecimiento la fuente de recobro del respeto. Sólo de este respeto puede nacer la responsabilidad hacia la idea de hombre que haga de cada instante un empeño para evitar su degradación. Con este tono finaliza Jonas y de alguna forma acaba fusionado así su principio de responsabilidad con algún principio de esperanza. 




                   Sílvia Ardévol 

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