viernes, 29 de junio de 2018



                                                 


MIQUEL SEGURÓ

LA VIDA TAMBIÉN SE PIENSA
Barcelona, Herder, 2018, 221 páginas

La vida también se piensa debe situarse dentro de la tendencia editorial de publicar obras de calidad en defensa de las Humanidades. Pero, ¿qué necesidad tiene una disciplina tan antigua como la filosofía de justificarse a sí misma?, se podría uno preguntar. En realidad, ninguna. Sobre todo si se entiende la filosofía como sustantivo que remite a una aspiración: philo-sophos , ser “amigo de la sabiduría”, que no sabio. Y es este amor al saber el que se encuentra extremadamente relacionado con la experiencia misma de vivir. Pero también es cierto que se han ido creando a lo largo de los años ciertos tópicos que atentan hacia lo que el público general entiende por filosofar, en paralelo a la llamada crisis de las Humanidades que ha ido desprestigiando en general los campos del saber en favor de disciplinas pretendidamente más prácticas. De ahí que resulte interesante en especial el enfoque que Miquel Seguró consigue con su libro, que más que defender la “utilidad” o buscar justificar su presencia en los planes de estudios, acerca la filosofía al lector desde vías necesariamente relacionadas con la biografía de cada uno. Porque, ¿quién puede afirmar que no haya pensado nunca en la muerte, ni en como esta condiciona la apreciación o el aprovechamiento de la vida? O, ¿quien al tomar decisiones cotidianas no ha vivido la escisión instinto/razón al ponderar qué es lo que más le conviene? 
El punto de partida que sirve como pretexto para su disertación es nada más y nada menos que una cena de amigos, un reencuentro entre antiguos compañeros cuyas vidas han evolucionado a lo largo de los años de formas muy dispares, y que en la sobremesa dan inicio al debate coral alrededor de la cuestión de por qué uno puede dedicarse a la filosofía. De ahí surgen los siete tópicos que, lejos de defenderse en tono apologético, servirán como pretexto para ahondar en distintas cuestiones nada alejadas del vivir.
La primera defensa es frente al tópico de que la filosofía sea una paranoia. Resulta curioso que lo que parecería una disertación sobre el uso común del término -cuando coloquialmente se usa la palabra paranoia rara vez es para referirse a lo esquizoide- acabe siendo un capítulo dedicado casi de forma íntegra a Freud. A él se debe la acusación formal a la filosofía como paranoia en su sentido etimológico: para, que significa “al lado”  y nous “mente” o “entendimiento, por lo tanto, el relato mental al margen de la realidad. Para el padre del psicoanálisis, la filosofía adolecía a menudo de un exceso de conciencia y de lógica que se alejaba del rigor del análisis empírico, como si un impulso narcisista de querer controlarlo todo a través de “sistemas” de ideas no dejara lugar para  que emergiera el verdadero sujeto. Y aquí Freud y su acusación le sirven al autor, además de para trazar una brillante y divulgativa explicación de su trayectoria y conceptos básicos, para profundizar en QUÉ se entiende por filosofía, sin pretender tampoco constreñir el término en una definición. La filosofía se acercaría a entender el saber como “una manera de estar en el mundo, una relación con las experiencias que uno va teniendo, construyendo o interpretando, y que tiene que ver con una voluntad de no conformarse con una primera explicación de las cosas si esta no aguanta un pregunta de peso”(p.40). Visto así, más que una paranoia sería justo lo contrario, pues perseguiría una voluntad de introducir cuestionamientos ahí donde reinan certidumbres. Y en este sentido acaba siendo magistral el puente que tiende el autor entre precisamente el psicoanálisis - que, por cierto, también insinuará que puede adolecer de lo mismo que se le atribuía al discurso filosófico- y la filosofía socrática, la que consideraba la pregunta como pieza clave para deconstruir los sistemas de sus interlocutores. 
En cualquier caso, el psicoanálisis puesto en duda sirve de nexo para entrar en el segundo de los tópicos, y es el de que la ciencia pueda acabar explicándolo todo. Después de un breve pero muy bien documentado recorrido de la ciencia como ideal emancipador, Seguró pasa a analizar una de las dificultades más significativas con la que ésta se ha topado: encontrar una explicación al “yo”. En especial la neurociencia, de la que existe la creencia popular que pueda dar respuestas satisfactorias a todo, pero que incluso identificando la conciencia con el cerebro no logra explicar de forma completa aspectos tan complejos como el misterio de la libertad.
Por el camino, va dejando caer perlas, como cuando apunta la diferencia entre sentimiento y emoción y define esta última como el “movimiento hacia fuera de lo vivido”, mientras que el sentimiento sería “la sensación elaborada y rememorada de esa emoción” (p.62) y ,por tanto, relacionado con algo que nos hace específicamente humanos que es la autoconciencia. El problema acaba siendo, resume el autor, que se le atribuya a la ciencia una objetividad absoluta, sin condicionamientos subjetivos (al fin y al cabo, los científicos son hombres sujetos también a sus pasiones y prejuicios), sociales o culturales. Y que se pretenda lo mismo que Freud le achacaba a la filosofía, una reductio ad unum que se convenza de que un único sistema puede dar con todas las respuestas, aunque éste venga de este nuevo dios sin altar que es la ciencia.
El salto a la metafísica se produce de puntillas, con la sutilidad de introducir la muerte y la finitud de la mano del manido carpe diem horaciano. Porque si es cierto que el hecho de tener fecha de caducidad produce un tipo de conciencia determinado, también lo es que mal entendida puede llevar a un “disfrutar” de la vida de un modo desenfrenado. Y es que esta es la lectura banalizada que se ha hecho del epicureísmo, y que el autor rectifica al decir que “tan perjudicial es para la vida feliz la represión de los placeres mundanos como la entrega acrítica a ellos”(p.72). No vale cualquier placer. Pero la visión de Epicúreo de la muerte tiene sus flaquezas, puesto que éste llegaba al punto de no considerar que deba preocuparnos en absoluto, y, en realidad, según el autor, esta familiaridad con la idea de desaparecer no es tan sencilla. Además, temerle a la muerte es algo natura si no se hace patológico y simplemente es el reflejo de querer seguir viviendo. 
No se podría hablar de la conciencia de temporalidad sin mencionar a Heidegger y su Ser y Tiempo. Su “ser ahí” (Dasein, en alemán) produce un recordatorio permanente de finitud que hace que el ser, a pesar de la angustia que esto pueda generarle, se vuelque hacia su propio proyecto de realización. La cuestión de la muerte viene también ligada a la necesidad de otorgarle sentido a la existencia, y aquí resulta muy oportuno enlazar con lo literario, en concreto con La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, porque la ficción logra a veces abarcar lo que se escapa al discurso filosófico: la expresión de las múltiples contradicciones que aparecen en la vivencia de la muerte, la soledad paulatina del moribundo, los procesos internos, el reconocimiento de lo verdaderamente importante en la vida. Que en el caso de Ivan Illich será el reconocimiento del valor de una presencia amorosa y un gesto acogedor, consuelo que sólo le dará finalmente el ayudante del mayordomo. 
Enlaza con otro de los tópicos, el de la primacía del corazón por encima de la razón. Nada mejor que dos trayectorias distintas para hablar del amor, una literaria de nuevo, con Rojo y Negro de Stendhal y otra con Ortega y Gasset y su teoría del amor como cristalización, proceso que pone de relieve como el  hacer de la persona amada alguien único que llene la vida de sentido tiene más que ver con el sujeto amante que con el “objeto” de ese amor. Y parte de este error de percepción se da por la confusión entre enamoramiento y amor: mientras que uno persigue el deseo de calmar una pasión, el otro tiene que ver con la ética y con el bien del otro. Resulta curioso tomar consciencia de que, pese a la menor espectacularidad y mayor discreción del amor, este pueda reaparecer, mientras que la pasión difícilmente es inventable. De ahí que se concluya que “amar apasionadamente y durante mucho tiempo es casi una dádiva de los dioses”(p.113) y que confundir los términos sólo puede generar frustración. 
Del capítulo “Lo importante es llevarse bien con los demás”  surge una de las exposiciones más sustanciosas del libro. A partir de la diferencia etimológica entre ética y moral, se va haciendo evidente que no se va hablar de cuestiones teóricas alejadas de la experiencia humana, sino que “si vivir es decidir, entonces vivir es una constante experiencia ética”(p.119). Pero justo por eso, el dilema se ensancha, si “somos morales porque vivimos en un sistema de creencias” , pero “somos éticos porque nos preguntamos si este sistema es bueno”(p.121), ¿cómo saber que debemos hacer?” Aquí entra Kant. Pero su ética formulada a través de distintas versiones de imperativo categórico no prescribe qué acciones concretas  llevar a cabo sino que promueve el ejercicio de la libertad individual. Lévinas y su reivindicación del concepto del “rostro”, de la presencia  inmediata del “otro”, enfoca la ética desde la interpelación, desde una llamada a la responsabilidad que dispone a transitar por el camino de la bondad. Acaba enfocando lo ideal como una síntesis entre el modelo aristotélico de prudencia audaz y el kantiano, de tratar a la humanidad y -algo muy importante- nosotros incluidos, como fin en sí mismo. Como conclusión, aquí no acaba desmintiendo el título, sino que matiza las dificultades para conseguirlo: “llevarse bien con los demás es un arte, quizás el más exigente, pero no una utopía” (p.146). Se hace evidente que la ética es una de las especialidades de Seguró, y el lector agradecería más páginas en este apartado para profundizar un poco más en un tema que domina tan bien. 
Menos en boga está el tópico de que la religión responda a las preguntas de la filosofía. En una sociedad mayoritariamente secularizada, no suele suceder que se acuda a la revelación como fuente de certidumbres. Pero justamente por eso resulta muy acertado el recorrido por la experiencia religiosa en occidente, bagaje del que no siempre se es consciente a plenitud, y de sus detractores. De nuevo, suscita debate y planteamiento, en especial por el enfoque de sus dos posibilidades etimológicas: la religión como relectura y religión como religación.
El último de los apartados se enfrentará con la cuestión de la utilidad de la filosofía, desde el punto de vista de si puede ofrecer algo llamado “verdad”. “Pedirle a la filosofía recetas de curación para los dilemas existenciales del hombre es presuponer que la filosofía conoce la fórmula de la vida y que esas recetas sirven para todo tiempo y espacio”, dice el autor. Y a la manera de entender la filosofía que ha ido desarrollando a lo largo de la obra se hace evidente que no es ni siquiera lo que pretende. “Otra cosa es pedir que esa reflexión sea trasladable a algunos campos concretos de la vida en busca de soluciones”(p.198), como lo ejemplifican disciplinas “prácticas” como la bioética o la ética de empresa. En cualquier caso, si la filosofía es en realidad “una actitud y una relación crítica con todo lo que nos rodea”(p.199), se podría decir que ni cabida tiene el planteamiento por su utilidad puesto que forma parte intrínseca de nuestro estar en la vida.
No tiene desperdicio el Epílogo de Zizek y su reflexión desde la nueva ágora que puede ser el cine filosófico con su análisis de la las versiones de Matrix. En definitiva, cabe sólo decir que la agrupación por temas no priva del goce de una lectura digresiva, donde van apareciendo etimologías, filósofos, literatura, curiosidades, ilustraciones y referencias a partes iguales. Esto hace de La vida también se piensa un gran libro introductorio para los no avezados a la filosofía, con los mil estímulos iniciáticos que plantea, y, a la vez, una muy buena obra referenciada para lectores con una base filosófica, que sabrán disfrutar de las asociaciones de conocimiento del autor y, seguro, descubrirán enfoques y pensadores nuevos que ampliarán su bagaje y abrirán ventanas para profundizar más en cada una de las cuestiones planteadas. Seguró consigue generar diálogo con el lector, y su obra acaba siendo un arranque más de ese acto antiguo de pensar que, como bien dice el título, tan indisociable es de la experiencia misma de vivir. 

Sílvia Ardévol


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